
Nueva York, viernes 9 de julio
“…Y esta pequeña parte de mí se llama felicidad.”
La frase no es mía, es la línea final de una peli que están dando en televisión, pero escucharla ha despertado esa pequeña parte de mí. Sonrío. Me miro la muñeca y reflexiono. Ahí aun resiste una pulsera amarilla en la que unas letras azules expresan el deseo de otra persona: “Quisiera encontrar tanto placer en las cosas como solía cuando era pequeño”. Es un anhelo precioso pero no sé a quien pertenece. La saqué de una exposición que he visitado en el New Museum. Allí, una sala alberga en sus paredes cientos de cintas de colores con deseos de visitantes. Al entrar, uno puede escribir su pequeño sueño en un papel, entrar en la habitación y buscar entre las esperanzas de otros, escritas en una cinta, elegir una y sustituirla por el papel. Deseo por deseo, bonito intercambio. Después, el museo convierte el papel en una de esas cintas de colores. La idea es atársela a la muñeca y mantenerla a modo de pulsera hasta que se rompa por el uso. En ese momento, el deseo ahí escrito, se convertirá en realidad. Será entonces cuando mi desconocido debería comenzar su regresión feliz.
Miro mi pulsera pensativo. Es una situación extraña. Me siento portador de la felicidad de un desconocido al tiempo que la felicidad de otro me hace feliz a mí. Y eso, ¿cómo lo saco en una foto? Angie, mi embarazada niuyorkina, también viste su propia pulsera, “quisiera un bebé saludable y feliz” reza la suya. Quizá eso si que pueda contarlo en imágenes, pero aun quedan dos meses para eso.

Angie y Rich me reciben por la mañana en su casa. Es cuatro de julio, día de la Independencia, y por tanto festivo. Aun así, están activos después del primer café y aprovechan tiempos muertos para adelantar trabajo, conectarse, comunicarse, decidir,
definir, ultimar, adelantar, computar… Y en la tarde quieren hacer limpieza general en casa. A pesar de toda la actividad que se autoimponen, a pesar de la carga de trabajo que tiene ella últimamente en el museo, a pesar del ritmo acelerado que marca esta ciudad, a pesar de todo ello, me desarma la calidez de la sonrisa de Angie, que a sus 7 meses y medio de embarazo trasmite una buena vibra que hace que a uno se le olvide lo frenético del entorno.
En alguna conversación de las que tendría con ellos en días posteriores, Rich desgrana con su habitual energía, hablando de forma precisa y rápida, tocándose en un tic el puente de la gafas, que en Manhattan uno se acostumbra a vivir a una cierta velocidad, a hacer las cosas deprisa y, por tanto, a exigir la misma celeridad en la respuesta. ‘Si entras en una tienda y no te sirven rápido, de una forma instintiva piensas que algo no marcha bien’, me dice mirándome con grandes ojos azul claro. ‘No es sentimiento de superioridad ni competitividad, es el ritmo de la ciudad’, concluye.

Nueva York tiene una curiosa forma de ocultar parte de lo que palpita en ella: ponerlo delante de tus narices. Como aquel cuento de Poe, ‘La carta robada’, en la que la misiva del título estaba delante de las narices de todo visitante. Uno pasea por sus calles pero tiene constantemente la sensación de que algo se le escapa, que no se ve, de presente que está. Quizá el exceso de información, la saturación de los estímulos o la velocidad trepidante a la que ocurre todo puede ser un manto que invisibiliza, pero también tiene que ver con lo que uno está capacitado para ver. O fotografiar.
Pruebo a colocar el trípode en la acera para disparar con el obturador abierto un tiempo y, como resultado, en las fotos, los taxis dejan sus estela de luz a modo de sable láser, pero también la gente aparece en movimiento constante. Es la ciudad como un ser animado.
Ellos, Angie y Richard, lo llaman ‘estar en lo alto del juego’, una manera de pertenecer y permanecer, de sentirse parte, de ir encima de la ola ‘¿Cambiará algo ese ritmo cuando
llegue el pequeño (o pequeña, por que prefieren conservar la duda hasta el final)?’ – Les pregunto sentado a su mesa. El cerebro de él es rápido en responder – ‘¡Seguro! Queremos irnos a las afueras, quizá comprar algo, cambiar un poco el ritmo, pero no será hasta que pasen dos años más. Estamos a gusto así’ concluye mirando a su pareja, que sonríe tranquila.
De nuevo las dudas sobre lo que cabe en una foto, por que noto algo imperceptiblemente físico que ha cambiado en ellos, en su forma de moverse, más reposada, más tranquila. Sobre todo de ella, aunque puede ser que el sol tenga algo que ver. Salimos a caminar y a disfrutar del día libre a pesar del calor. Me preguntan por las otras embarazadas que ya han dado a luz y hablamos de los cambios que noto en ellos. Angie sonríe. ‘Me siento más
tranquila. Nada espectacularmente diferente, pero esta experiencia no la cambio por nada’, afirma ella – ‘¿Has pensado cómo podrás compaginarla con tu trabajo en el museo y con el negocio que tienes de banquetes de boda? ¿Te has planteado cómo os va a cambiar a vida cuando llegue el bebé?’ – Le pregunto mientras buscamos la sombra de algún árbol. – ‘No queremos pensarlo, la verdad, aunque al principio seguro que dejaré el negocio de bodas y me tomaré los tres meses habituales en el trabajo, luego ya veremos…’ – dice tocándose la abultada barriga con una mueca algo infantil y sigue caminando en silencio, mirando los árboles. Es un día festivo.
La ciudad, ese ser vivo, se retuerce de calor. Durante el día las calles se vacían hasta la tarde. En la noche, los fuegos artificiales celebran la independencia americana. Sobre el asfalto, y bajo él, la gente camina deprisa, puntea en pantallas de móvil, se aísla con
auriculares, toma taxis, conduce y sólo para cuando quieren avituallarse en algún puesto callejero. Únicamente los turistas se salen del ritmo. Únicamente los latinos sonríen abiertamente.
El New York Times ha publicado una editorial sobre la felicidad. Habla de un equipo de investigadores que la han estado estudiando durante años. Alguna de sus afirmaciones es que existe una relación directa entre riqueza y felicidad pero no es permanente, llega un límite en que se rompe la relación. Las naciones pobres se vuelven más felices al convertirse en naciones de clase media, pero, una vez que las necesidades básicas están cubiertas, nuevos ingresos tienen una débil correspondencia con la felicidad. Por ejemplo, continua el rotativo, Los EE UU es un país mucho más rico de lo que era hace 50 años, pero no se ha constatado un aumento en la felicidad general. En cambio, se ha convertido en una sociedad más desigual pero esto no parece haber reducido la felicidad nacional. Parece lógico. Igual que otra de las afirmaciones del estudio, que la correspondencia entre relaciones personales y la felicidad es directa y simple. Las actividades cotidianas más asociadas con la felicidad son el sexo, socializar tras el trabajo y cenar en compañía. Y aporta datos comparativos: Unirse a un grupo que se reúne al menos una vez al mes produce un incremento de bienestar similar a doblar los ingresos y casarse produce un beneficio psíquico equivalente a ganar más de 10.000$ (más de 7.000€) adicionales al año ¿Conclusiones? El éxito económico y profesional es superficial mientras que la felicidad que traen las relaciones interpersonales es profunda y duradera; y que la mayor parte de nosotros se preocupa por las cosas equivocadas.
Y yo me pregunto, ¿cómo se puede medir la felicidad? Y, si se puede medir, ¿se puede fotografiar?
Mi visita ha provocado que Angie retorne a las clases de yoga. Mucho trabajo y alteraciones en las costumbres, se excusa, han hecho que las haya dejado un poco de lado. ‘No va a venir nadie’, dice Mia, la profesora. ‘Es por este calor, la gente prefiere buscar sitios con aire acondicionado’. Se equivoca, pero no por mucho. Me siento privilegiado intentando ser sigiloso, haciendo fotos entre las tres embarazadas que se contorsionan en silencio, despacio, respirando, ommmm ¿Podrá una foto trasmitir esta tranquilidad?

Pasada una semana en Manhattan, en un rato libre, les echo un vistazo a las fotos. Son tan recientes que la edición se hace muy complicada. Me planto frente a esa gran cantidad de imágenes preguntándome constantemente, como un repiqueteo, qué es lo que quiero contar, lo que quiero transmitir, lo que aparece y lo que no aparece en la foto y cuál es mi estilo, si tal cosa existe ¿Qué verá alguien que la mire por primera vez y que no estuvo allí,
que no olió, sintió, llegó hasta aquella imagen? Cierro el ordenador y decido dejarlas reposar hasta que regrese a España.
Antes de eso, me espera otra visita, esta vez a Perú, a Sandy, que debe andar también por los 7 meses. Luego regresaré a Nueva York e intentaré aprovechar para acudir a lo que aquí llaman el Baby Shower, una fiesta para la agasajar a la embarazada entre parientes y amigos. Luego regresaré a las fotos, con distancia.
Quisiera creer que si que hay intangibles que se pueden transmitir en fotos, y que yo soy capaz de hacerlas. Quisiera creer que se puede conseguir ser mas feliz, pero éste no fue el deseo que dejé en el museo. Aunque conseguirlo ayudaría.
MaTT